La ilusión de la neutralidad ha acompañado a la ciencia, al periodismo y a las instituciones durante siglos. Heredamos la idea de que el lenguaje puede ser un espejo transparente, capaz de reflejar la realidad sin distorsiones. Pero la lingüística, la filosofía y la historia de la ciencia han mostrado otra cosa: el lenguaje nunca es neutro, siempre organiza, selecciona, enmarca. Nombrar es en sí mismo interpretar.
¿Puede una cámara transformar la manera en que entendemos la vida? En 1928, Jean Painlevé proyectó El huevo del espinoso en la Academia de Ciencias de París. La película generó muchísimo desconcierto entre el público científico; un científico salió indignado, gritando: “¡El cine no debe tomarse en serio!”. Para muchos, la pantalla era un terreno frívolo, “entretenimiento para ignorantes”. Sin embargo, Painlevé insistió: el cine no era un adorno para la ciencia, sino una forma de conocimiento en sí misma.
Imaginemos la siguiente escena: saliendo del CESFAM, una madre abre un folleto del ministerio de salud sobre alimentación infantil. Las frases están llenas de siglas y tecnicismos: “suplementación obligatoria de micronutrientes con estándares basados en curvas WHO/UNICEF”. Lo lee dos veces y, aun así, no entiende. Mientras tanto, su hija le pregunta si puede repetir el arroz con leche y no sabe bien qué respuesta darle. El contraste es brutal y se podría sintetizar así: el documento está lleno de palabras, pero carece de sentido.