La publicidad lo sabe: un rectángulo rojo, blanco y azul basta para activar la memoria afectiva, la idea de comunidad, el olor a asado. Y ahí se comprueba algo que suele pasar desapercibido: la bandera funciona como lo que siempre ha sido, el primer isotipo que conocimos (eso que en lenguaje llano llamamos logo).
Las naciones, igual que las marcas, construyen identidades: slogans, logotipos, campañas. La bandera y los escudos fueron, en cierto modo, los primeros logos de un país: condensaban en un signo visual la historia, las batallas, las aspiraciones de una comunidad.
Personalmente, descubrí ese poder visual cuando era niño, particularmente durante el Mundial de Estados Unidos 1994. En los álbumes de Salo, cada página era un país presentado por su bandera en la esquina superior izquierda. Ahí aprendí que la bandera de Argentina tiene un sol con cara, o que la de Brasil tiene un planeta. Que había países con apellidos muy difíciles de pronunciar como Alemania (tres franjas horizontales: una negra, una roja y una amarilla) o Nigeria (tres franjas verticales: verde, blanco y verde). Te dabas cuenta que habían banderas que eran muy parecidas entre sí como las de Ecuador y Colombia. U otras muy abstractas y místicas como la de Corea del Sur. Era como un manual corporativo de naciones, donde uno aprendía geografía a punta de isotipos.
Pero los símbolos nacionales no son neutrales. Tres autoras lo muestran con claridad.
Violeta Parra, en Yo canto la diferencia, habla de la bandera como algo que calma, como un símbolo oficial que muchas veces oculta lo que duele: hambre, sufrimiento, miseria.
“La bandera es un calmante. / Yo paso el mes de septiembre / con el corazón crecido / de pena y de sufrimiento / de ver mi pueblo afligido.”
“El pueblo amando a la Patria / y tan mal correspondido / El emblema por testigo.”
“En comando importante, juramento a la bandera, / Sus palabras me repican de tricolor las cadenas, / Con alguaciles armados en plazas y alamedas, / Y al frente de las iglesias.”
Parra escribe desde la urgencia de ver lo que sucede cuando el símbolo se convierte en ritual vacío; cuando la bandera calma el discurso oficial pero no alivia los dolores del suelo. Ese emblema “por testigo” denuncia, en su voz, lo que la bandera no puede tapar.
Elvira Hernández, en La bandera de Chile, escribió:
“La Bandera de Chile es usada de mordaza y por eso seguramente por eso nadie dice nada.”
En plena dictadura, esa mordaza era literal y simbólica: la bandera que debía representar unión se convertía en silencio impuesto, en símbolo manchado.
Gabriela Mistral, mucho antes, había advertido sobre los riesgos de glorificar un solo emblema. En su texto Menos cóndor y más huemul (1926) escribió:
“El cóndor, para ser hermoso, tiene que planear en la altura … el huemul es perfecto con sólo el cuello inclinado sobre el agua.”
Mistral contrapuso el espectáculo grandilocuente y feroz del cóndor a la humildad grácil y sensible del huemul. Un recordatorio de que la identidad no debería buscar solo grandeza y altura, sino también cuidado y sensibilidad.
Cada septiembre repetimos un rito: banderas en balcones, en supermercados, en estadios. Pero, ¿y si diéramos otro uso a ese símbolo? En vez de convertirlo en pura euforia nacional o en simple marca comercial, podríamos aprovecharlo como un recordatorio de lo que hemos sido y lo que aún podemos llegar a ser.
La bandera, al fin y al cabo, es un logo: simplifica lo complejo, reduce lo diverso a una imagen. Pero también puede ser espejo. Un espejo que nos pregunte por la migración que transforma nuestras ciudades, por las identidades múltiples que se cruzan en nuestras calles, por la memoria de lo que aún duele.
Quizá, si pensáramos de otra forma este septiembre, podríamos celebrar menos el país que nos dicen que somos y abrir más espacio para imaginar el país que todavía podríamos llegar a ser.