Biólogo y cineasta, Painlevé llevó a las pantallas criaturas marinas en escenas de una belleza inquietante: caballitos de mar que paren a sus crías (L’Hippocampe, 1934), pulpos que extienden sus tentáculos como si fueran coreografías submarinas (La pieuvre, 1928), o medusas que flotan como seres de otro planeta. Cada plano acercaba a los espectadores a un universo invisible, pero también sugería preguntas filosóficas: ¿qué significa observar lo vivo a través de una máquina? ¿Es posible separar el registro objetivo de la fascinación estética?
Sus películas no solo documentaban: creaban nuevas maneras de mirar. Aun así, tal como señalaban algunos de sus críticos, la cámara podía distorsionar tanto como revelar. Pero esa sospecha era, en el fondo, parte de su potencia. Para Painlevé, lo científico y lo artístico no eran opuestos, sino fuerzas complementarias.
No es casual que Painlevé se relacionara con figuras como Sergei Eisenstein, Luis Buñuel o Antonin Artaud. Su trabajo se movía en los bordes de la vanguardia artística y la investigación biológica. La ciencia, en sus manos, no se presentaba como un discurso solemne ni inaccesible, sino como un espectáculo que desbordaba categorías. El montaje, la música y la creatividad eran tan importantes como la precisión del microscopio.
De hecho, su cine nos recuerda que todo registro es también una construcción narrativa: incluso en el laboratorio, observar implica elegir un encuadre, una luz, un ritmo. Painlevé lo asumió con radicalidad: si la ciencia necesitaba del rigor, también requería de imaginación para comunicar lo que por sí sola no podía decir.
Casi un siglo después, esa tensión entre ciencia y arte sigue latiendo. La expedición Oasis Submarinos del Cañón de Mar del Plata – Talud Continental IV, en Argentina, explora territorios abisales con vehículos sumergibles y cámaras de alta resolución. Allí, a más de mil metros de profundidad, aparecen corales de aguas frías, esponjas, crustáceos y peces que rara vez se han visto vivos.
Las imágenes no son solo insumos para la investigación biológica: también se transforman en relatos visuales que circulan en redes sociales, medios y espacios educativos. Los científicos saben que el impacto de su trabajo no depende únicamente de los papers, sino de la capacidad de generar asombro colectivo. Como en el cine de Painlevé, lo que importa no es solo registrar, sino convocar una sensibilidad hacia lo invisible.
Jean Painlevé lo intuyó hace casi un siglo: la verdad científica no está reñida con la belleza ni con la invención. La cámara no es un lujo, es un puente: conecta lo que ocurre en lo profundo del mar con nuestras decisiones en la superficie.
No basta con publicar datos o gráficos: necesitamos relatos que, como los de Painlevé y como los videos que hoy emergen desde el Cañón de Mar del Plata, nos permitan imaginar. Y el imaginar es también un acto político: solo cuidamos lo que logramos ver y sentir. Así, la obra de Jean Painlevé y las expediciones científicas contemporáneas comparten un mismo desafío: hacer visible lo oculto para despertar una nueva relación con lo vivo.
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