La jerga técnica —académica, institucional o científica— pretende garantizar precisión, pero a menudo genera hambre de sentido. Como platos servidos en vajilla impecable pero sin comida, nos ofrece estructuras, acrónimos y metodologías que no sacian. El lenguaje especializado cumple dentro de su círculo, pero cuando se dirige a otras audiencias puede llegar a convertirse en ruido, o en algo más cercano a la incomunicación que al diálogo.
El escritor italiano Italo Calvino, en sus Seis propuestas para el próximo milenio (1988), habló de la necesidad de cultivar la levedad en la escritura: palabras que no sean un peso muerto, sino un modo de aligerar y revelar el mundo. La jerga técnica, el argot se podría decir, es lo contrario a esto: densidad sin nutrición, pesadez carente de sentido.
Frente a un lenguaje que aplasta, ¡necesitamos palabras que respiren!
En 2025, la comunicación científica y pública sigue atrapada en esta paradoja. Se publican reportes climáticos urgentes que pocos llegan a leer. Las universidades difunden notas institucionales con frases que suenan más a fórmulas administrativas que a relatos humanos. Incluso en la política, los comunicados se llenan de “protocolos de actuación” y “sinergias estratégicas” que no emocionan ni comprometen ni a las partes involucradas. Mientras tanto, las personas buscan relatos claros, humanos, capaces de encender algo de sentido para poder apropiarlo y llevarlo a sus vidas cotidianas.
El hambre de sentido no es una metáfora ligera: es real. Una comunidad puede tener acceso a información y, sin embargo, no encontrar en ella nada que nutra su experiencia. El exceso de jerga deshumaniza. Borra la emoción, la vulnerabilidad, el cuerpo. Lo que se pierde no es solo la claridad, sino también la posibilidad de crear lazos. Un lenguaje técnico sin alma puede informar, pero difícilmente conmueve o transforma.
El grabador y artista conceptual argentino Juan Carlos Romero (1931–2017) llenaba muros y calles con palabras repetidas hasta volverse mantra: Violencia, libertad, trabajo. Su obra no buscaba sutilezas, sino insistencia: la palabra como golpe visual, como eco multiplicado en el espacio público. Romero nos muestra que el lenguaje no siempre es lineal ni académico: puede ser coral, ruidoso, urgente. Frente a la jerga que excluye, él abría un espacio para el grito colectivo.
No se trata de renunciar al rigor, sino de sumarle alimento:
El hambre de sentido crece cuando confundimos informar con comunicar. Tal vez nuestra tarea como comunicadores de saberes sea, más que reproducir jerga, simplemente cuidar más las palabras: darles textura, calor, humanidad. Que un texto se sienta como una sopa hecha en casa, no sólo como un expediente archivado. Porque al final, el lenguaje técnico puede llenar páginas, pero solo el lenguaje vivo puede nutrir a las personas.
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