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El formato es la caja invisible donde acomodamos nuestras ideas. Papers con introducción, método, resultados y discusión; comunicados con citas acartonadas o simplemente asfixiadas, destinadas a decir lo que se espera que se diga; memorias finales que parecen más inventario que relato. Sí, por supuesto, esos moldes tuvieron sentido en su origen —garantizar rigor, homogeneidad, credibilidad—, pero cuando llega el momento en que se convierten en dogmas, empiezan a asfixiar las ideas y los mensajes.
Roland Barthes (1915–1980) fue un semiólogo, crítico y ensayista francés que transitó entre el estructuralismo y el posestructuralismo. Se formó en filología clásica, pero muy pronto llevó las herramientas de la lingüística de Ferdinand de Saussure al análisis cultural: la moda, la literatura, la publicidad, la comida. En obras como Mitologías (1957), mostró cómo lo cotidiano está atravesado de significados ocultos: un plato de papas fritas, una pelea de lucha libre, una publicidad de jabón. Todo podía leerse como mito, es decir, como un sistema de signos que naturaliza lo que en realidad es una construcción social.
En Roland Barthes por Roland Barthes (1975), el autor se vuelve hacia sí mismo y hacia su tiempo intelectual. Allí confiesa su desconfianza frente a la noción de “estructura”, que al inicio parecía fértil, pero terminó usada como un molde fijo: “la ‘estructura’, valor bueno al comienzo, se desacreditó cuando se hizo evidente que mucha gente la concebía como una forma inmóvil (un ‘plan’, un ‘esquema’, un ‘modelo’); afortunadamente estaba ‘estructuración’, para tomar el relevo, que implica el valor fuerte por excelencia: el hacer, el despilfarro perverso (‘por nada’).”
Este matiz es crucial: Barthes proponía abandonar la idea de estructura como una cárcel inmóvil, y pensar más bien en “estructuración” como proceso vivo, movimiento, exceso improductivo. Si lo llevamos a nuestros problemas actuales de comunicación, la lección es clara: el formato (un paper, un informe, un comunicado) no debería concebirse como un molde que aprisiona, sino como una posibilidad de juego y variación. Cuando repetimos formatos rígidos, reproducimos estructuras muertas; cuando los tratamos como “estructuraciones”, abrimos espacio a la vitalidad del mensaje.
El riesgo es doble: el formato rígido no solo aburre, también deshumaniza. Una investigación sobre salud mental contada en un reporte frío puede volverse irrelevante para quienes más la necesitan o desconsiderada respeto de quienes busca representar. Un programa comunitario encerrado en un boletín técnico no logra transmitir la emoción de las voces que lo sostienen, no hace justicia al impacto humano que busca tener.
Cecilia Vicuña (Chile, 1948–), artista, poeta y activista, ha llevado la reflexión sobre el formato a territorios tan delicados como radicales. Desde los años setenta crea los precarios: pequeñas instalaciones hechas con hilos, palos, plumas o restos encontrados. Son obras mínimas, casi invisibles, que desafían la idea de permanencia y monumentalidad. Su gesto no busca llenar el espacio, sino escuchar lo que ya está allí.
Vicuña parte de la intuición de que el silencio o la ausencia nunca son absolutos. En su obra, los vacíos están llenos de memoria, de historia y de voces borradas —indígenas, femeninas, ecológicas— que insisten en reaparecer. Su poesía y sus quipus tejidos rescatan la materialidad del lenguaje, recordando que todo signo es también cuerpo y territorio.
Con cada acción efímera o tejido colectivo, Vicuña desmonta el formato del arte institucional: el museo deja de ser contenedor para convertirse en escucha. Trasladado al terreno de la comunicación, su gesto nos recuerda que los formatos también pueden sanar: cuando dejamos espacio para lo invisible, aparece lo verdaderamente vivo.

No se trata de desechar todo formato, sino de recordar que la forma debe servir al fondo, no al revés, entiendo que cada mensaje depende siempre del contexto. Algunas claves:
El formato nunca es inocente: puede ser puente o puede ser muralla. Tal vez la libertad comienza cuando dejamos de repetir lo que ya no nos funciona y nos preguntamos, con honestidad, qué estructura necesita realmente nuestra historia. No la que dicta la costumbre, sino la que respira con nuestro mensaje y propósito.
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